La inherente miseria humana y el papel de la fatalidad – Reseña de “El verano en que mi madre tuvo los ojos verdes”, de Tatiana Tibuleac

Esta lectura (de Tatiana Țîbuleac, novela escrita en 2016) tiene mezcladas una buena cantidad de cosas complicadas y súper. Ofrece, además de una extensión amable para el lector curioso, un lenguaje lo suficientemente asequible y que, sin lugar a dudas, refleja con suficiencia el vacío, la ira y la frustración que irradia el protagonista de la historia, quien, a pesar de su apariencia de tremenda simplicidad emocional, no deja de expresar a través de sus experiencias y su explosivo comportamiento, un universo interior con el que, hasta cierto punto, puede uno llegar a identificarse en una que otra ocasión.

¿Es acaso posible sentir empatía por un sujeto que, en medio de su narración descarnada, admite sin ningún tipo de vergüenza odiar a su madre? Yo logré sentirla. Es un personaje que se vuelve versátil a pesar de la poca empatía que puede llegar a generar. Un sujeto que, además de sus problemas mentales, pasa justamente por la adolescencia, y que está convencido de que “(…) los seres humanos están enfermos y podridos y lo saben, pero fingen solo por miedo estar sanos y ser buenos. Y porque así es más fácil”. Con esas condiciones, no resulta posible ni deseable frenar ningún ataque de ira, ni pensar en sus consecuencias.

Tomada de Pixabay. Modificada.
A propósito de los episodios traumáticos que puedan marcar la existencia de cada cual y que, sucedidos en la niñez, generen cierto tipo de condiciones que puedan afectar el funcionamiento medianamente normal de la mente humana (si esta es una clasificación prudente), estos pueden encontrarse como una justificación del actuar y de la personalidad de nuestro “héroe”.

Y no me molesta calificarlo como héroe, y le quito las comillas a partir de ahora, porque son perceptibles sus transformaciones a lo largo del verano que presenta la autora. Un pequeño lapso en el que uno logra sentirse lo suficientemente incómodo por la presencia de ese héroe maltrecho, desventurado y excesivamente humano como para aceptar todos sus sentimientos sin necesidad de ocultarlos (a pesar de que, seguramente, esto no represente ningún mérito).

Y ahora, ¿de dónde aquella idea de la inherente miseria del ser humano? ¿Por qué eso tiene alguna relación con la fatalidad, y qué tan estrecha es la misma? Fuera de nuestro control siempre estarán muchos factores. Pero es inevitable que aquellas personalidades afectadas por alguna íntima desgracia, en algún momento de su vida, se pregunten “qué hubiera pasado si…”:

“(…) Allí, en la barriga, mi abuela recuperaba la vista. Mika estaba viva y yo sonreía. Mi padre era Pavel-el-de-los-ojos-azules, y mi madre trabajaba como profesora de Biología, como rezaba su diploma. La barriga de matrioska de la abuela era nuestra verdadera vida, y lo que nos había sucedido fuera de ella no era sino un mal sueño del que solo podíamos despertar muertos”.

Algunos de esos factores, en ocasiones, pueden depender enteramente de nosotros mismos, así como otros pueden estar alejados de ello, lo cual no implica que aquello a lo que llamamos “culpa” se inmiscuya en cualquier momento, como una respuesta evidente, quizás, ante situaciones desastrosas o de pérdida, que impliquen inmenso dolor y cierta sensación de injusticia o sabotaje en contra nuestra, como protagonistas de nuestra propia existencia.

Es común ver cómo hay personas que argumentan, de este modo, la inexistencia de un dios, porque, si algún ser omnipotente existiera, la desgracia y la fatalidad que esta conlleva no tendrían lugar. Si bien nuestro héroe nunca apela al papel del cielo (aunque admite en algún punto haber rezado), tiene muy claro que la vida no es una posesión valiosa, sino todo lo contrario. Es un sujeto que, por medio de nuevas desgracias, se familiariza de maneras diferentes con el entorno, sin que la vida logre menguar el destino al que estuvo llamado desde que su niñez. Y está totalmente convencido de su suerte.

“Ni amado, ni deseado, ni desechable, una especie de lámpara en forma de tulipán en casa de unos ciegos. Un frasco de perfume vacío. Un jarrón de cristal con palomas en la mesa de una muerta. Si hubieran existido mercadillos de personas, mi madre y mi padre me habrían cambiado por un pulverizador o, simplemente, me habrían abandonado debajo de un tenderete y habrían salido corriendo”.

Probablemente un efecto matemático logró que, una desgracia sumada a otra, dieran como resultado, al menos, ciertos sucesos afortunados. Es difícil imaginar, para quien no ha pasado por ello, la carga emocional y el telón oscuro que se abre al momento de lidiar con la enfermedad de una persona cercana (independientemente de lo querida que sea para nosotros) y su subsiguiente desahucio. Se dice que nunca se está debidamente preparado para aceptar los designios de la muerte. Y justo allí reside el corazón de esta lectura, porque es cuando nuestro héroe se percata de que él sí tiene un corazón, y uno muy sintiente, a pesar de que ello no tenga mucha relevancia.

“A veces, cuando pienso en la muerte y me pregunto qué pasa con las personas después, a continuación, al final… los recuerdos son mi respuesta. El paraíso —para mí al menos— significaría vivir una y otra vez aquellos pocos días como si fuera la primera vez. Y que Dios o algún ángel menos ocupado mantuvieran mis ficheros en repeat. Siempre he sabido que voy a ir al cielo porque pido poco y no necesito que nadie me atienda”.

Ahora, no dejo de lado las enormes referencias simbólicas que tiene este libro y la belleza de narración de la que está impregnado hasta la médula, a pesar de esa coraza tan densa que conforma la historia y a los personajes. El girasol, la bicicleta, Moira (y el significado de su nombre), la pintura, los pentágonos, las ferias del pueblo, la bañera, las salchichas y la cerveza, y lo que oculta el fondo de unos ojitos verdes:

“Los ojos de mi madre eran un despropósito.

Los ojos de mi madre eran los restos de una madre guapa.

Los ojos de mi madre lloraban hacia dentro.

Los ojos de mi madre eran el deseo de una ciega cumplido por el sol.

Los ojos de mi madre eran campos de tallos rotos.

Los ojos de mi madre eran mis historias no contadas.

Los ojos de mi madre eran las ventanas de un submarino de esmeralda.

Los ojos de mi madre eran conchas despuntadas en los árboles.

Los ojos de mi madre eran cicatrices en el rostro del verano.

Los ojos de mi madre eran brotes a la espera”.

© K. Sánchez (18/04/23)

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