Una de mis últimas lecturas, la cual tenía pendiente desde hacía muchos años ya (desde que estaba en el colegio, para ser sincera), me estaba martillando la cabeza desde el año pasado nuevamente porque, como dije en un post anterior, inicié con un ciclo de ‘chicas malas’, en el cual he leído La dama de las camelias, Manon Lescaut, Trilby y ahora, indefectiblemente, tenía que leer esta obra por las referencias que tenía de la Madame que aquí se presenta.
Imagen tomada de Flick. |
He leído algunas fuentes en la web en las que
dicen que el personaje de Emma Bovary estuvo basado en determinadas mujeres (o
probablemente, digo yo, en una mezcla de todas) que se relacionaron con el
autor. En lo personal, el contenido de este artículo me pareció sumamente ilustrativo a
ese respecto.
Si vas a leer el
libro 😍:
No voy a cometer la canallada que hizo el
personaje que escribió la introducción de la versión que leí, porque,
desgraciadamente, decía lo que iba a pasar al final (fue como una cuchillada,
en realidad). En resumen (resumen sin spoilers), Madame Bovary es una chica
llamada Emma que contrae matrimonio con un médico llamado Charles Bovary,
quien, según parece, es un hombre bastante simple, sonso y falto de carácter.
Por el contrario, Emma era una mujer de ideales
bastante altos, quien fantaseaba con la vida de la alta sociedad en París, con
los romances de las novelas de la época. También muy instruida e inteligente,
así como atractiva. Después de casarse, no tarda mucho tiempo en reconocer su
enorme insatisfacción, pues el matrimonio no es lo que ella había imaginado.
Desde ese momento empiezan sus aventuras (eres libre de tomar el término como
mejor te convenga y seguramente no vas a malinterpretarlo), pero ese
sentimiento de hastío e inconformidad nunca llega a desaparecer, provocándole
cada vez mayores decepciones.
Nos encontramos en esta historia con una
personalidad femenina bastante curiosa, apasionada e intensa, sumamente memorable
para cualquier lector, pues escapa totalmente de lo que uno esperaría de una
mujer en el siglo XIX.
Si no vas a leer el
libro 🙉:
Seguramente ya leíste el párrafo anterior. Pues
bien, no puedo dejar pasar el hecho de que me gustó bastante la manera en la
que inició el libro, pues se narra una anécdota de Charles Bovary en el salón
de clases, un joven que va a la escuela por primera vez, y de allí se parte
para hablar de sus padres (curiosa la figura del señor Bovary, a quien se pinta
como un borracho, insensible y de escasa moral) y de cómo resultó siendo
médico, después de haber tenido varios altibajos en el proceso.
Tal como lo dije anteriormente, no queda duda
de que el tipo era bastante sonso y simplón, sin grandes aspiraciones y de un
carácter sumamente endeble. Su primer matrimonio fue con una mujer mucho mayor
que él, quien, a pesar de no resultarle atractiva en ningún sentido, resolvió
casarse con ella por consejo, pues se decía que era una mujer adinerada. Vivió
buen tiempo bajo el yugo de esa relación sin gota de satisfacción, pero, de
algún modo, la quería (probablemente, digo yo, por la estabilidad que le
proporcionaba, porque era una relación absolutamente plana en su amargura):
“Cuando todo hubo acabado en el cementerio, Charles volvió a casa. No
encontró a nadie abajo; subió al primer piso, al dormitorio, vio su vestido que
seguía colgado al pie de la trasalcoba; entonces, apoyándose en el secreter,
permaneció hasta la noche sumido en una dolorosa ensoñación. Después de todo,
le había querido”.
Como era médico en un pueblo, tenía que viajar
con frecuencia a visitar a los enfermos que le requirieren. Así fue a parar un
día a la hacienda en la que vivía el señor Rouault, viudo, con su hija, Emma,
quien logró captar su interés. Así, de algún modo, lograron atraerse lo
suficiente y, luego de la muerte de la primera esposa de Bovary, no pasó mucho
tiempo hasta que Charles pidió su mano. Emma había fantaseado mucho tiempo con
el matrimonio y con el amor de su vida (tal como sucedía en las novelas que
venía leyendo desde que estaba en el instituto, historias con las que
fantaseaba constantemente), por lo cual acogió la idea de muy buena manera.
En estos primeros meses de matrimonio, hubo una
ocasión en la que la pareja fue invitada a una fiesta en el castillo de un
personaje muy influyente. Emma quedó ENCANTADA con todo aquello (¡era justo
como lo había leído en las novelas!), a pesar de que se puede ver en la
narración de este episodio que, obviamente, ella no era una mujer de sociedad
(aunque se rescataba su gusto para vestir y su esbeltez):
“Se suscribió a La Corbeille, revista para mujeres, y al Sylphe des
Salons. Devoraba, sin saltarse nada, todas las reseñas de estrenos de teatro,
carreras y fiestas de sociedad, se interesaba por el debut de una cantante, por
la apertura de una tienda. Estaba al tanto de las modas nuevas, de la dirección
de los buenos sastres, de los días de Bois o de Ópera. Estudió en Eugène Sue
las descripciones de mobiliario; leyó a Balzac y a George Sand buscando
satisfacciones imaginarias a sus apetencias íntimas. Llevaba el libro incluso a
la mesa y pasaba las hojas mientras Charles comía y le hablaba”.
Después de este momento, Emma no pudo volver a
ser una esposa conforme. Admitió que había sido demasiado estúpida al haber
aceptado casarse con Bovary, y sus fantasías con los lujos, los romances
apasionados y la vida parisina se avivaron como nunca. Por su parte, Bovary era
cada día más feliz con ella, pues el sólo hecho de contemplarla para él era ya
como haber logrado todos los sueños de su vida. Para ser más ilustrativa cito
los siguientes párrafos, el primero relativo a los sentimientos de Charles y el
segundo a los de Emma:
“No podía resistirse al deseo de acariciar continuamente su peine, sus
sortijas, su chal; a veces le daba sonoros besos en las mejillas, o besitos en
hilera por todo su brazo desnudo, desde la punta de los dedos hasta el hombro;
y ella lo rechazaba entre risueña y enfadada, como se hace con un niño que se
te cuelga encima.
Antes de casarse, ella había creído estar enamorada; pero, como la dicha
que debía resultar de ese amor no llegó, pensaba que tenía que haberse
equivocado. Intentaba saber qué se entendía exactamente en la vida por las
palabras felicidad,
pasión y ebriedad, que tan hermosas le
habían parecido en los libros”.
En este punto, Bovary decide cambiarse de casa
para complacer a Emma, a quien veía muy meditabunda e irritable la mayor parte
del tiempo. Así, llegaron a un pueblo llamado Yonville, guiado el médico
esencialmente por Homais, un farmacéutico que requería de su sombra para poder
ocultar algunos movimientos políticamente incorrectos (por no decir ilegales)
que había realizado con anterioridad, cuyo carácter ambicioso y egocéntrico
tiene mucha influencia en el desarrollo de la historia, aunque no ahondaré en
ello.
Importante aquí el hecho de que Emma llegó
embarazada a Yonville, lo cual no cambió en absoluto su modo de ver la vida, ni
fortaleció de ninguna forma la relación de pareja. Incluso, se puede ver cómo
siempre rechazó a su hija (a quien nombró Berthe por haber sido un nombre que
oyó en la fiesta a la que acudió en el castillo) ni tuvo ningún miramiento con
ella.
Pasado el tiempo, empezó a tener una relación
muy estrecha con un joven estudiante de Derecho llamado León, pero nunca se
atrevió a decirle absolutamente nada, y cuando León le dijo cuánto la amaba,
ella lo rechazó sin ninguna pena. Es curioso, porque a pesar de la manera en la
que se describía su mente, llena de deseos de tener un apasionado romance y de soñar
con él, no dio ni la más mínima pista sobre sus emociones al respecto, sino que
se dedicó a sentir intensamente su dolor por estar enamorada de otro hombre, lo
cual se confundía indefinidamente con un hastío que era muy típico en su modo
de ver la vida.
“Lo que la exasperaba era que Charles no parecía sospechar su suplicio.
La convicción que su marido abrigaba de hacerla feliz le parecía un insulto
estúpido, y su seguridad en ese punto, ingratitud. ¿Para quién era honrada? ¿No
era él el obstáculo a toda felicidad, la causa de toda miseria, y como el
puntiagudo hebijón de aquella compleja correa que la ataba por todas partes?”.
Pero, finalmente, al no recibir ninguna
respuesta favorable por parte de Emma, León desesperó con la situación y
abandonó Yonville. En este momento Emma empezó a decaer, cosa que Bovary, desde
ese entonces, estuvo seguro de que su mujer tenía algún tipo de trastorno del
sistema nervioso. En mi concepto, Emma tenía ciertas fluctuaciones particulares
que se veían motivadas según las influencias directas que considerara más
novelescas. Pasaba por periodos de ira incontrolable, luego era sumisa y
trataba de ser una buena mujer, luego volvía a recordar la frustración que le
generaba su matrimonio y su vida (tan alejada del real lujo de París), y así,
sucesivamente.
Aquí aparece otra figura fundamental en la vida
de Emma: Rodolphe, un hacendado del pueblo que llegó a ser su primer amante.
También me pareció muy interesante la narración del momento en que logró
seducirla, pues ella hizo un enorme esfuerzo, primero, por evitar que se diera
la situación en que estuvieran solos y, segundo, para resistirse a sus
encantos. Así, no se podría decir que Emma fuera una mujer abiertamente
malintencionada, pues aparentemente trató de respetar su matrimonio
(independientemente de que no la hiciera feliz). Pero, finalmente, cayó y
empezó un romance que le devolvió toda aquella ‘chispa vital’ que tanto había
deseado, acrecentando, a su vez, el desprecio que sentía por su esposo.
Después de varios años de romance intenso con
Rodolphe y con cero sospechas por parte de Bovary (esta otra característica muy
típica de él: nunca llegó a dudar de su esposa), se empezó a develar otro rasgo
particular de Emma: se enamoró profundamente de su amante y tenía conductas
mediante las cuales se podía ver que quería ‘tenerlo sólo para ella’, lo cual
era ciertamente molesto para Rodolphe, quien desde el principio la había
querido sólo para un romance carnal. A propósito cito el siguiente fragmento, de
una conversación entre ambos:
“Además, tenía ideas raras.
—Cuando den las doce de la noche —le decía—, ¡tienes que pensar en mí!
Y si él confesaba que no lo había hecho, le hacía abundantes reproches
que siempre terminaban con la eterna pregunta:
—¿Me quieres?
—¡Pues claro que te quiero! —respondía él.
—¿Mucho?
—¡Desde luego!
—¿Y no has querido a otras, verdad?
—¿Crees que era virgen cuando me conociste? —exclamaba él riendo.
Emma lloraba, y él se esforzaba por consolarla, adornando con bromas sus
protestas de amor”.
Se complica aquí el asunto cuando Emma le pide
a Rodolphe que se escapen. Existía un inconveniente: la pequeña Berthe. Pues
Emma decidió que la llevarían con ellos. Y bien, hicieron el plan respectivo y
fijaron la fecha y el modus operandi.
Pero claro, hay que reconocer que uno como lector se aterra al pensar que
Rodolphe estuviera dispuesto a perder así su soltería, pero la respuesta a esto
se da la mañana del día en el que planearon el escape: él le envía una carta en
la que le dice que no puede hacerlo, y se pierde durante un tiempo.
Cuando Emma lee la carta, el mundo se le viene
abajo. Incluso estuvo a punto de lanzarse desde el último piso. Aquí se ya
demasiado hace evidente que Madame Bovary tenía un fuerte trastorno de la
personalidad. Esa constante insatisfacción, esos cambios frecuentes en su misma
rutina, ese afán por llenar su vida con todo aquello que ella deseaba, a pesar de
que su realidad no era suficiente para obtenerlo; esa emocionalidad tan
fuertemente arraigada que la llevaba a vivir con tanta intensidad, el estar
cerca del suicidio cuando ve frustrados sus planes, sus afectos desbordados y
su carencia de empatía, que se ve enmarcada por su enorme egoísmo, no me
muestran más que a una mujer que vivía más de la fantasía que de la realidad, y
muy tendiente a la insatisfacción (invito al lector a referirse al concepto de
“bovarismo” en psicología):
“Se había apoyado contra el marco de la buhardilla, y releía la carta
con risitas de rabia. Pero cuanto más fijaba su atención en ella, más se
confundían sus ideas. Volvía a verle, le oía, le rodeaba con sus brazos; y los
latidos del corazón, que la golpeaban bajo el pecho como fuertes golpes de
ariete, se aceleraban uno tras otro, a intervalos desiguales. Paseaba los ojos
a su alrededor deseando que la tierra se hundiera a sus pies. ¿Por qué no
acabar? ¿Quién la retenía ya? Era libre. Y avanzó, miró los adoquines
diciéndose: «¡Vamos! ¡Vamos!»”.
A pesar de que he leído varias reseñas en las
que el enfoque es el carácter revolucionario de Emma por atreverse a soñar en
grande y a salir del típico rol de la mujer, en mi opinión no lo encuentro
orientado por esta parte, ya que veo la novela como una obra que se refiere más
a un retrato del mundo interior que como a un sujeto valiente, atrevido o
ejemplar (como sí se puede decir de Trilby, quien, efectivamente, sí puedo
decir que se salía de lo convencional y puede calificarse como un buen ejemplo
de liberación femenina para la época, a pesar del desenfreno con el que vivió
en cierta época y de su carácter ciertamente servil). Yo veo a Emma más como
una víctima de sus propias circunstancias.
Continuando con la narración, Emma cayó en una
depresión muy fuerte cuando Rodolphe la abandonó. A partir de ello, cuando
empezó a recuperarse, tuvo otro giro interesante porque trató de ceñirse ahora
a la religión para hallar consuelo, y así mismo su carácter se suavizó y tendió
a la abnegación y un poco a la austeridad. Pero fue un mundo que no logró
encantarla lo suficiente. No duró mucho tiempo en esta onda hasta que volvió a
desear el mundo maravilloso de las novelas que frecuentaba.
En su intento por levantar su ánimo, Bovary
decidió llevarla al teatro, y allí se encontraron justamente con León. Esto dio
pie para que, finalmente, terminaran teniendo un romance muy intenso (la
constante para Emma). Para mantenerlo, Emma tuvo que mentir bastante y, además,
meterse en problemas de dinero (pues para mantener un romance en París era
necesario tener un armario acorde, viajar constantemente y, para que el
espíritu se mantuviera, tener una casa llena de cada lujo de vanguardia), pues,
mediante manipulaciones, logró administrar los bienes de su esposo, quien nunca
sospechó de su carácter dilapidador a pesar de lo evidente que pueda parecer
para uno como lector.
Pero pasado un tiempo se cansó de León. Después
de una discusión por un encuentro desafortunado, Emma dejó de quererlo de la
misma manera, y sus sentimientos hacia él cambiaban continuamente. Por su
parte, León perdió totalmente el interés en ella. Hasta que, en uno de esos
tempestuosos días, al regresar a París recibió una orden de embargo dictada por
la autoridad judicial. Todo iba, como se dice, “de mal en peor”. Sus continuos
sinsabores se multiplicaban y no paraban de abrumarla sus altas expectativas,
que cada vez eran sólo fantasías totalmente frustradas por la realidad, porque
Madame Bovary nunca aprendió a soñar del modo correcto:
“¡Qué importaba! No era feliz, no lo había sido nunca. ¿De dónde venía
aquella insuficiencia de la vida, aquella podredumbre instantánea de las cosas
en que se apoyaba? Pero si en alguna parte había un ser fuerte y bello, una
naturaleza valerosa, plena a un tiempo de exaltación y de refinamientos, un
corazón de poeta bajo una forma de ángel, lira de cuerdas de bronce que tocara
hacia el cielo epitalamios elegiacos, ¿por qué no había de encontrarlo ella por
azar? ¡Oh, qué imposible todo!
Además, nada valía el esfuerzo de una búsqueda; ¡todo mentía! Cada
sonrisa ocultaba un bostezo de aburrimiento, cada alegría una maldición, todo
placer su hastío, y los mejores besos no dejaban en los labios más que un irrealizable
anhelo de una voluptuosidad más alta”.
Decidió pedir dinero a León en su próxima
visita a París, pero en vista de que no tenía la intención de conseguirlo para
ella (obviamente no lo tenía), se enojó de tal manera que decidió no volver a
verlo (cosa que a él no le importó mucho, ya que no mucho tiempo después
resultó casado con otra mujer). Al regresar a Yonville, incluso trató de pedir
dinero a un hombre rico, quien sólo trató de obtener favores sexuales de ella
sin tener éxito. Más indignada aún, tuvo que recurrir a un último recurso:
pedirle dinero a Rodolphe, su primer amante.
Evidentemente tuvo una respuesta negativa. Y la
cuestión es que, después de esta última humillación (ella, acostumbrada siempre
a obtener lo que quería de modo sencillo), fue directamente a la casa de
Homais, el farmacéútico, y chantajeando a su criado tuvo acceso a un pequeño
recipiente de arsénico. Una vez lo consumió, su agonía duró largo tiempo y, a
la vez, inició la de su esposo.
La morte de Madame Bovary - Imagen de ©SuperStock/Leemage |
El pobre hombre, realmente, empezó a morir
lentamente. Además de haber perdido a su mujer amada, estaba arruinado, había
dejado de trabajar y había perdido contacto con su madre y con todo el mundo.
Para completar su desgracia, este hombre, que nunca se había atrevido a dudar
dee la fidelidad de su mujer, descubrió las cartas que se había escrito con León
y el mismo retrato de Rodolphe, aunque esto no le sorprendió del todo (muy
propio de un carácter tan débil), y, según mi impresión, hasta lo justificó:
“(…) hubo un instante incluso en que Charles, lleno de una furia
sombría, clavó sus ojos en Rodolphe, quien, en una especie de espanto, se
interrumpió. Pero no tardó en reaparecer la misma lasitud fúnebre en su rostro.
—No le guardo rencor —dijo.
Rodolphe había enmudecido. Y Charles, con la cabeza entre las manos,
repitió con voz apagada y con el acento resignado de los dolores infinitos:
—¡No, ya no le guardo rencor!
Y añadió incluso una gran frase, la única que jamás dijera:
—¡La culpa es de la fatalidad!”
Así, esta suma de desgracias le llevó a morir
también, aunque no se precisan suficientes detalles. Berthe lo encontró muerto.
Y bien, la cereza en el pastel es que el
dichoso Homais se salió con la suya y todas sus canalladas le ayudaron a ser un
hombre famoso y de buena reputación, a pesar de sus métodos poco éticos. Y,
claro, Lhereux (patrocinador de la ruina de los Bovary, conocedor del punto
débil de Emma, a quien no mencioné anteriormente) también obtuvo una buena
tajada de la desgracia de estos sujetos. A pesar de que este modo de narración
está diametralmente alejado del de Balzac, puedo decir, alegremente, que sus
finales sí van por la misma línea: la cruda realidad y los finales que no son
tan bonitos.
Y a propósito del tema de la redacción y demás
que no he tocado por haberme embelesado narrando la historia, tengo que admitir
que desde que comencé a leer el libro me resultó muy acogedor. Es fácil
quedarse leyendo largo rato y no sentir agotamiento mientras se contextualiza
la historia, lo cual me resulta muy llamativo. Es una lectura que, si bien no
tiene excesiva finura y tiene bastantes anotaciones críticas, resulta muy
suave, en general, y el enfoque en general está en Emma y en su propia
perspectiva (que es interesantísima en todos los aspectos, lo cual hace que sea
un personaje de lo más pintoresco y memorable), así que no hay que olvidar “ponerse
en los zapatos” de los demás personajes para encontrar una lectura mucho más
enriquecedora.
© K. Sánchez (12/04/21).