Entre la fe primitiva y el nihilismo (reseña de “Sangre sabia” de Flannery O’Connor)

Regresar al gótico sureño no me resulta una experiencia muy grata (no lo tocaba desde los quince años, después de “Santuario” de William Faulkner) porque, en realidad, ha sido literatura no muy agradable para mí, fiel seguidora de géneros literarios que le distan demasiado. Pero también esto se trata de salir de la zona de confort y, además, aprovechar cualquier oportunidad para leer escritos de mujeres durante esas épocas (mediados del año 1900 en EE.UU.).

“Sangre sabia” es un texto que, en primer lugar, llamó mi atención por lo intencionadamente grotesco de sus personajes. Cada uno de ellos azotado por alguna suerte de trauma o de problema en particular: un supuesto ateo que predica la Iglesia sin Cristo, como protagonista de la historia, cuyas ínfulas de irreverencia tienen su origen en una infancia traumática; un chico con un extraño problema a nivel mental que le llevaba a pensar que todas sus ideas y motivaciones venían de la sabiduría de su sangre, y que se empeña en perseguir al protagonista para darle una momia enana que debía ocupar el lugar del Jesús de su iglesia; un predicador frustrado y su hija, una adolescente con cierta tendencia a la ninfomanía, y un ama de casa que busca no quedarse sola durante su vejez, prefiriendo cuidar de un hombre que no determinaba siquiera su existencia (único personaje que encontré medianamente coherente en su generalidad).

No tengo dificultad con ese carácter tan empecinadamente radical de cada uno de ellos, puesto que, quizás, el propósito era ser recalcitrante e incómodo (es ya la marca con la que, en materia de estilo, identifico al gótico sureño). Es seco, es agresivo, es difícil de digerir. Y, bien, ¡qué cosa más maravillosa es encontrar literatura que pretenda dichos niveles de transgresión! La crudeza contribuía de buen modo a ese fin. Pero, desgraciadamente, en mi caso produjo el efecto contrario: me generó hastío, fue tan desbordante que dejó de asombrarme. Todo el libro era igual y perdí la emoción rápidamente porque dejó de ser atrayente (ya que nunca fue sorpresivo).

Si bien había cierto material que se podía rescatar por su poder simbólico, estos apartes me resultaban como ideas sueltas y que no eran desarrolladas de modo consistente. Así como los mismos personajes, que, aunque no me parece reprochable su falta de desarrollo o caracterización, puedo catalogar este detalle como una parte del estilo y de la intención de la autora. De todos modos, el asunto se vuelve plano y empieza a mostrar sucesos que no tienen mucha influencia en el desarrollo central de ninguno de los personajes. La imposibilidad que tienen estos de generar cualquier tipo de empatía, considero, le resta a la novela cierto potencial que pudo tener a nivel psicológico.

Resaltar los sucesos en orden cronológico, a mi parecer, no tiene mucha trascendencia, puesto que la linealidad no la vi como algo importante. Hay eventos que tratan de entrelazarse entre sí al relacionar un personaje con otro, pero se desatan a voluntad porque no hay fuerza que los una en la narrativa: apenas se chocan en algunas ocasiones sin mayor necesidad.

Brad Dourif y Harry Dean Stanton en Wise Blood
(dir. John Huston, 1979). (New Line Cinema/Photofest)
En cuanto a Hazel Motes, el mencionado protagonista, me parece curioso resaltar la referencia en la traducción de su nombre desde el inglés, pues “Hazel” viene de “haze” –bruma- y “Motes” viene de “mote” –mota-, y esto tiene su relación con el pasaje bíblico que enuncia “¿Y por qué miras la paja que está en el ojo de tu hermano, y no echas de ver la viga que está en tu propio ojo?” (“And why beholdest thou the mote that is in thy brother's eye, but considerest not the beam that is in thine own eye?”), el cual figura en las escrituras evangélicas de Mateo (7:3). Ya tenemos lista la caracterización de un hombre “ciego”, desde la primera página.

En cuanto al desarrollo de este personaje (hombre terriblemente tosco y despreciable, aparentemente sin ningún tipo de sensibilidad, completamente ensimismado y de quien no se rebelan, en ningún momento, sus verdaderos intereses o intenciones), este regresa de la guerra y se dedica a predicar la Iglesia sin Cristo a la salida de los cines, a pesar de su simpleza y su falta de carisma y vitalidad para convencer a cualquiera de sus ideas.

Se puede explicar su modo de proceder y su comportamiento como el de un sujeto que trata de convencerse a sí mismo de que detesta el cristianismo y hace lo posible para percibirse a sí mismo como ateo incurriendo en las conductas que para la religión eran deleznables, por ejemplo, accediendo a prostitutas y pensando en arrebatar su “pureza” a una joven que no estaba dotada de la misma.

Motes tiene cierto tipo de revelación al darse cuenta de que un predicador cristiano (también personaje de la novela) intentó quedarse ciego usando cal viva, esto para atraer más fieles a su culto pero, finalmente, no fue capaz de hacerlo. Al descubrir al falso ciego, a Motes se le viene el mundo al piso, pierde asidero para mantenerse en su existencia y toma la extraña decisión de, igualmente, con cal viva, producirse la ceguera (esa ceguera que, figurada en su nombre, pasó a ser una característica ostensible).

Ahora ciego, y sin iglesia, ya nunca habla (si bien siempre habló apenas lo suficiente), casi no se mueve ni emite ningún sonido; ya no sale de la mísera habitación que había rentado, su existencia va perdiendo relevancia lentamente debido a su propia voluntad y su presencia ya no es más que una apariencia.

El desequilibrio psicológico de Hazel Motes
(Wise Blood, 1979)
Deja entonces de lado completamente sus ideales y cualquier tipo de ambición que haya tenido alguna vez en su vida y, aparentemente, pasa al otro lado de la balanza en cuanto a sus creencias frente a la religión (si es que alguna vez fue ateo): empieza a martirizarse con acciones como llenar de piedras y polvo de vidrio sus zapatos y ponerse espinos bajo la camisa. Ni un solo rastro de tristeza, de frustración o de algún tipo de emoción en ningún instante. Lo único que se le puede adjudicar es una extrema desidia.

Finalmente, muere al ser golpeado en la cabeza por un policía que, sin darse cuenta, transporta su cadáver a la casa del ama de llaves que le cuidaba a cambio de esperar que este la acompañara (al menos como una mera presencia corporal, alguien de quien ocuparse y a quien darle atención) durante los últimos años de su vida. A pesar de todo, no hay nada que me lleve a considerarlo como un mártir.

Así, si bien no encuentro mucho que resaltar en los pormenores que se describen en la narración ni en la historia de los demás personajes (a excepción del ama de llaves, como mencioné), puedo resaltar que, en medio de ese carácter transgresor de O’Connor, se pueden entrever con mucha claridad las situaciones de precariedad en la educación, la xenofobia, el incipiente racismo de la sociedad de la época, la pobreza y, claro, su relación directa con el primitivismo religioso del sur. Ese es un trasfondo al que vale la pena estar atento si se hace la lectura.

Si bien tengo todas las opiniones anteriores, admito que es divertido salir de la zona de confort literario que uno se hace y pasar por experiencias incómodas ocasionalmente, porque eso es algo que la autora (a pesar de ser católica, lo cual me desconcierta un poco) tiene por montones: no vas a sentirte edificado o satisfecho después de leer esto; la misma experiencia de lectura no resulta placentera y puede ser un poco más difícil que una vanguardia en ciertos sentidos.

💣Bonos extra: les invito a ver la película en YouTube.

© K. Sánchez (17/05/22)

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