De H. G. Wells tengo recuerdos maravillosos desde que leí "La máquina del tiempo". Si bien no soy tan allegada a la ciencia ficción, ni mucho menos a la ficción distópica (y que, para adentrarme más en el ambiente, terminé leyendo también “El señor de las moscas”), hace mucho tiempo tenía la curiosidad de hacer esta lectura.
Tenía la
impresión de que, tal como en las adaptaciones cinematográficas de “El hombre
invisible”, el trasfondo de la historia estaría más guiado hacia el suspenso o
hacia el error. Me encontré con algo completamente distinto y eso,
definitivamente, llenó mis expectativas.
Charlie, con disfraz de "El hombre invisible"
en escena de "Marriage story"
(captura de decider.com)
La primera
parte del libro, paradójicamente, la encontré totalmente graciosa. Si bien el
trasfondo misterioso que conlleva el saber de un hombre que tiene que vendarse
la cara, ponerse unos extraños lentes oscuros, cubrirse con un sombrero y
evitar, a toda costa, ser observado con mayor interés (imposible con tal
vestimenta, claro, además del extraño equipaje con el que viajaba, sin
mencionar su temperamento, siempre alterado y explosivo), los primeros
episodios en los que se narra su escape y su intento de adaptación en el
pequeño y poco supersticioso (¿?) poblado de Sussex.
Así, entre
los diversos episodios que se dan a partir de estas interacciones, llama mucho
la atención la actitud y las hipótesis curiosas e inocentes de los habitantes
del pueblo, que trataban de averiguar el motivo de la misteriosa actitud del
recién llegado, quien, además, aprovechando su invisibilidad y tratando de
lidiar con las penosas consecuencias de la misma, entraba a las casas de los
vecinos para tomar algo de dinero y poder continuar con sus experimentos.
“—Le agradecería que no me metiera los dedos en el ojo —dijo la voz de la figura invisible con tono enfadado—. La verdad es que tengo todo: cabeza, manos, piernas y el resto del cuerpo. Lo que ocurre es que soy invisible. Es un fastidio, pero no lo puedo remediar. Y, además, no es razón suficiente para que cualquier estúpido de Iping venga a ponerme las manos encima. ¿No creen?”.
La segunda
parte del libro (no es que esté dividido formalmente así) la encontré con un sentido
ya mucho más angustiante y hasta existencialista, si se me permite usar el
término de un modo un tanto laxo. En este momento, Griffin (el hombre
invisible) se encuentra con un viejo compañero de universidad, Kemp, a quien
procede a narrar su historia para darle razón del motivo de su invisibilidad y
de cómo había ido a parar a una situación tan insoportable en el momento
actual: no contaba con dinero para continuar sus investigaciones y, al momento,
la invisibilidad resultaba ya más un inconveniente que una ventaja.
“Perdí el conocimiento y me desperté, sin fuerzas, en la oscuridad. Los dolores habían cesado. Pensé que me estaba muriendo, pero no me importaba. Nunca olvidaré aquel amanecer, y el extraño horror que sentí, al ver que mis manos se habían vuelto de cristal, un cristal como manchado, y al ver cómo cada vez eran más claras y delgadas, a medida que el día avanzaba, hasta que al final logré ver el desorden en que estaba mi cuarto a través de ellas. Lo veía a pesar de que cerraba mis párpados, ya transparentes. Mis miembros se tornaron de cristal, los huesos y las arterias desaparecieron, y los nervios, pequeños y blancos, también desaparecieron, aunque fueron los últimos en hacerlo. Apreté los dientes y seguí así hasta el final. Cuando todo terminó, sólo quedaban las puntas de las uñas, blanquecinas, y la mancha marrón de algún ácido en mis dedos. Traté de ponerme de pie. Al principio era incapaz de hacerlo, me sentía como un niño de añales, caminando con unas piernas que no podía ver. Estaba muy débil y tenía hambre. Me acerqué al espejo y me miré sin verme, sólo quedaba un poco de pigmento detrás de la retina de mis ojos, pero era mucho más tenue que la niebla. Puse las manos en la mesa y tuve que tocar el espejo con la frente. Con una fuerza de voluntad enorme, me arrastré hasta los aparatos y completé el proceso. Dormí durante el resto de la mañana, tapándome los ojos con las sábanas, para no ver la luz; al mediodía, me desperté, al oír que alguien llamaba a la puerta. Había recuperado todas mis fuerzas”.
Al
adentrarse en la historia de Griffin se encuentra el lector con un personaje
totalmente desadaptado, carente de empatía y hasta de sensibilidad, la cual se
había exacerbado mucho más con la toma de ciertos medicamentos, todo lo cual
había sucedido con el propósito de la búsqueda del perfeccionamiento de sus
experimentos.
A pesar de
la desdicha que narra el protagonista (muy sentido, si se me pregunta, y que
comenta muchos momentos en los cuales es inevitable reconocer su soledad y su
desventura), esto no era óbice para que dudara en robar, asesinar a otras
personas, producir gran cantidad de daños y aprovecharse del dominio que le
daba su nuevo estado. Y, justo esto último, puede decirse, propició tal nivel de
complacencia en nuestro protagonista que, realista o no, se propuso dominar y
aterrorizar al mundo.
“—Le prometo que ya no es un ser humano —dijo Kemp—. Estoy tan seguro de que implantará el Reinado del Terror, una vez que se haya recuperado de las emociones de la huida, como lo estoy de estar hablando con usted. Nuestra única posibilidad de éxito es adelantarnos. Él mismo se ha apartado de la humanidad. Su propia sangre caerá sobre su cabeza”.
En este
momento borré la línea en la cual les comentaba el final de la historia para
darle más fuerza a mis argumentos previos, pero siento que no es necesario hacerlo
(no me esperaba ese final, tampoco, así como sé que ustedes no esperaban que yo
escribiera todo esto para, entonces, no decidirme a decirles cómo terminaba la
historia para este extraño sujeto).
En general,
me gusta mucho el manejo que Wells hace con la ciencia ficción porque no llega
a ser excesivo con la terminología (que es algo que, por ejemplo, me ha alejado
de autores como Leopoldo Lugones cuando trata de involucrar conceptos de física
y de química de modo tan estricto que un lector “común y corriente” pierde el
hilo de la narración) y, aunque tampoco sea totalmente reduccionista, se entiende
cuando trata de explicar algún fenómeno en el campo de la ciencia –independientemente
de su realidad, claro–, y las personas del común no corremos espantadas.
Además de
este punto a favor, siempre he considerado que la prosa de Wells es muy
amigable para el lector en general, y me siento especialmente atraída hacia
ella porque no se queda solamente en lo sorprendente de la historia, pues lo
que hay escondido entre sus líneas da también cuenta de que dota a sus
personajes de una consciencia honda, y que siempre constituye un grato detalle
para los que vamos buscando algo más que una historia emocionante. Es curioso
pensarlo desde la perspectiva en la que, quizás, hasta el vacío tiene sus
significados y quizás, es otro modo de plantearse que “lo esencial es invisible
a los ojos”, como bien dijo Antoine de Saint-Exupéry.
P.D.: todas las películas que conozco sobre "El hombre invisible" son terribles. Ninguna para recomendar.
© K. Sánchez (03/07/22)
No hay comentarios:
Publicar un comentario